Manuel Patinha, escultura

En diciembre de 2000 se celebra en Mitra, organizada por la Cámara Municipal de Lisboa, una exposición de esculturas realizadas entre los años 1998 y 2000, junto con unas aguadas, bocetos de las esculturas de la serie isometrías. Pilar Corredoira le dedica estas palabras:
O Território da Intimidade
Não tenhas nada nas mãos,
nem uma memória na alma.
Fernando Pessoa
A obra escultórica de Manuel Patinha faz parte de um longo processo no tempo, que tem as suas origens no momento em que o artista decide dedicar­se a exprimir através da pintura a sua condição criativa.
Fechada. deste modo, uma primeira etapa dedicada essencialmente à pintura, o novo escultor revela-se subitamente com umas surpreendentes peças que dá a conhecer a princípios da década dos noventa. Obras maduras em concepção e realização que, desdobradas do muro, se expandem com grande liberdade no espaço alcançando um lugar para si próprias, um lugar próprio que será tao necessário quanto inevitável.
Sóbrias e equilibradas em estrutura, despojadas de ornamentos supértluos, mostram umas características que se intensiîicarao com o tempo, especialmente na expressao de um vocabulário pessoal baseado na investigação dos materiais e na veracidade de levantar problemas muito ligados à existência e ao dia-a­dia.
Forjadas essas obras no silêncio, na atmósfera poética da surrealidade, na fronteira convergente de dois mundos donde Coexistem a escuridão, nebulosa, refúgio dos sonhos e da luz, lugar das percepções conscientes, simbolizam como objectos que nascem da imaterialidade do sentido, a existência de uns valores alegóricos que procedem do mundo dos instintos e dos impulsos prélógicos.
Um território neutro, terra de ninguém, lugar inacessível e inquietante, acolhe as primeiras notas de uma obra que cresce e se desenvolve até transformar-se em formas e volumes que evolucionam desde a própria essência nuclear procurando a transparência e a infinidade do espaço.
Uma das detinições possíveis em tomo à escultura de Manuel Patinha levar-nos ia a situá-la num âmbito muito humano, chegado e próximo, prolongamento do seu próprio acontecer.
Nessa relação tão íntima com a obra, tão directa, Patinha deixa no processo de materialização da mesma, traços e impressões que evidenciam de um modo revelador tudo o que aconteceu ao longo desses momentos criativos.
É esse um carácter distintivo da obra na sua capacidade para provocar no espectador outras percepções que, à parte das visuais, se inscrevem na pluralidade e riqueza das texturas e da sua linguagem. São marcas e desenhos geométricos ou estrias que sulcam a superficie sem feri-la. Testemunhos sobre a pele que mostram a veracidade da sua presença, o gesto fugaz da mão em harmonia com o tempo e a memoria, a evidência sem retoques nem máscaras.
No exercício de extrair do tempo passado vestígios e lembranças que já são patrimonio da memoria colectiva, aplicáveis e identificáveis nalguns aspectos com as intenções do escultor, este concebe a obra como expressão de símbolos que se aproximam às leis da natureza em confrontação harmoniosa com as leis humanas.
As esculturas de Manuel Patinha têm formas arredondadas e sensuais, formas que são familiares e até reconhecíveis que se movimentam no territorio da intimidade. Existe nelas uma historia silenciosa e calada, uma historia pessoal que como uma semente se aconchega entre a rudeza aparente dos materiais.
Deste modo, a ideia de exprimir algo íntimo que se refugia dentro de um espaço abstracto e  nalguns aspectos arcaico, define em sentido amplo a poética do escultor que não vive alheio aos debates suscitados actualmente à volta do novo papel que tem a escultura nas suas relações com o espaço aéreo.
Nesse territorio ilimitado que tem provocado novos e inesperados conceitos, mas numa equilibrada combinaçao com a tradição contemporánea, pode situar-se a obra de Manuel Patinha ­ que sem renunciar ao legado de um passado não distante mas ainda presente deixa aberto o campo para continuar a alcançar horizontes que se incorporarão ao objectivo dos seus sonhos.
Pilar Corredoira
Outubre 2000

El método historicista con el que se interpreta y analiza a menudo el arte contemporáneo, sujeto, además, a un complejo sistema de mercado, provoca que no pocos artistas se queden fuera de los subjetivos parámetros de la ortodoxia oficial. Ya comentaba Marcel Duchamp que, de los millones de artistas que a diario realizaban sus creaciones, sólo unos pocos eran aceptados o, siquiera, discutidos por los espectadores, y muchísimos menos los que lograban su consagración y pasaban a la posteridad. Es una obviedad que esta situación no sólo continúa existiendo, sino que se ha ido agravando con el paso del tiempo. Los artistas han de sumar a esta forma encasillada de analizar el arte, y la vida en general, la habitual carencia por parte del público de una adecuada educación artística, que le permita aprender a mirar, ver la realidad desde otros puntos de vista, o comprender, siquiera, que sin libertad no existe el verdadero arte.  

La cultura contemporánea se ha venido transformando con enorme celeridad en los países económicamente desarrollados. Recordemos que, en el contexto socioeconómico de finales del siglo XIX, inventos como el de la fotografía originaron grandes cambios para el mundo del Arte, dando lugar a la eclosión escalonada de las distintas Vanguardias. Algunos de los artistas que habían comenzado su trayectoria por aquel entonces, rompiendo las ataduras con un arte tradicional y secular, han llegado hasta la actualidad convertidos en los clásicos de nuestro tiempo, cohabitando un Planeta que camina hacia la llamada globalización. El desbordamiento informativo existente y los nuevos recursos disponibles son facilitados, en gran medida, por la irrupción de innovadoras tecnologías -que tan pronto surgen como quedan desfasadas en un abrir y cerrar de ojos-, y que han venido generando múltiples posibilidades para aquellos que escogen las posiciones más extremas como lugar donde expresar mejor su creatividad. Un complejo proceso evolutivo ha quedado en medio, marcado por décadas en las que los europeos fueron cediendo la cabecera artística a los estadounidenses. Y, desde el expresionismo abstracto, se han recorrido caminos de lo más diverso, que han llegando al límite en ocasiones, anunciándose, incluso, la muerte de las artes plásticas convencionales. En los últimos años, crear y ser innovador o trasgresor se ha ido tornando más difícil, debido al amplio bagaje de lo ya experimentado y teorizado, y en donde las revisiones de las corrientes anteriores han ido ocupando un panorama en el que cada vez se echa más de menos la frescura y la coherencia brilla, en muchos casos, por su ausencia.

Al mismo tiempo, un buen número de artistas han optado por mantenerse al margen de los extremismos creativos y de los efímeros resplandores de la primera línea mediática y comercial, buscando una mayor solidez en su discurso y una experimentación continua, que tiene como base fundamental su propio trabajo. Y entre este elenco de artistas que destacan por la solidez de su trayectoria profesional, nos encontramos a Manuel Patinha, un artista que desde hace casi tres décadas hace germinar en Galicia las semillas de una inspiración nacida en su querida Póvoa de Santa Iria, muy cerca de Lisboa. Y en ese río que es la vida, su proceso creativo no ha cesado nunca de fluir, para verterse, finalmente, en el inmenso océano que genera el panorama artístico internacional.

Lejos queda ya aquella desembocadura del Tajo, donde comenzó a sembrar su simiente artística en su niñez. Hoy divisa los parajes de la ría de Ferrol desde su ventana y recoge los frutos nacidos de ese encuentro. Un injerto -el que une aquellos primeros pasos en su pueblo natal con sus últimos años junto a sus amigos Álvaro y Divina- del que nacen sus obras, hermanando simbólicamente los paisajes ribereños del Tajo y del Jubia.

El destino quiso que en su juventud tuviese la ocasión de conocer y desarrollar sus incipientes inquietudes artísticas junto a uno de los fundadores del Grupo Surrealista de Lisboa (Cruzeiro Seixas). De aquella relación ha quedado el poso, perenne, de la estética y el pensamiento surrealista. A partir de ahí, los múltiples viajes, su asentamiento en Galicia, y una labor creativa incesante, han ido configurando los principales rasgos de un artista polifacético y sorprendentemente autodidacta, ya que ha demostrado con creces su dominio de muy diversas técnicas (pinta, dibuja, estampa o esculpe con maestría), así como su capacidad para trabajar gran variedad de materiales, lo que le ha permitido abarcar un amplio repertorio. Y, si bien es la escultura la que le ha dado un mayor reconocimiento por parte del público, no debe disociarse en ningún caso de su obra gráfica ni, por su puesto, de la pictórica, ya que en ellas se encuentran los auténticos cimientos de su obra.

Entre los materiales empleados en esta última etapa, queda patente que el acero galvanizado ha alcanzado un mayor protagonismo frente al resto. Patinha ha reforzado la expresividad de este metal en algunas piezas, gracias a sus característicos cordones de soldadura, pátinas sutilmente tratadas, o la utilización –y no es la primera vez- de pintura, obteniendo resultados diferentes. En torno a todo ello han girado, últimamente, sus principales líneas de investigación y creación.

La exposición que presenta en el Museo Provincial supone su retorno a la ciudad de Lugo, mostrando parte del trabajo escultórico en metal realizado en el último lustro. Esta selección de obras es un fiel reflejo del mundo interior del artista, donde no faltan los detalles que se han ido revelando como sus principales señas de identidad y signos esenciales de un lenguaje propio: todo lo poético, totémico, misterioso y onírico que ha caracterizado siempre a sus creaciones continúa presente. Un universo donde la naturaleza y la memoria, representada a través de vestigios diversos, continúan siendo importantes fuentes de inspiración.

De esa visión de la realidad, donde el hombre se muestra como la principal amenaza para sí mismo, surgen las arquitecturas primigenias de “Hábitat doble”, cuya novedad principal, respecto a la ya conocida serie “Hábitat”, es la inclusión del color en el interior de las piezas. En ellas se enfrentan dos espacios, dos hemisferios incomunicados, opuestos, que sólo tienen en común la desolación y la ausencia de todo rastro humano. Podría tratarse de una metáfora del Planeta en el que vivimos, necesitado, por muchos motivos, de un “Confesionario” como el que el Artista nos propone, donde pedir perdón por tantas atrocidades cometidas. En los “Hábitat doble” propone, además, un juego en el que las piezas pueden acoplarse y formar una sola más alta, convirtiéndose en una sucesión de volúmenes de la que emana el concepto de infinito, muy presente en su obra última.

Precisamente con el título de “Infinito” ha realizado una pieza de pared, en la que ha aproximado formalmente escultura y pintura. Un díptico cuyos cuerpos muestran láminas de acero entrelazadas, dispuestas en diagonales paralelas, ofreciendo un resultado abstracto, geométrico y de grandes contrastes lumínicos. Si en esta obra, las tiras de galvanizado conforman las puertas, en “Pasión” la ventana que da acceso a dimensiones inabarcables.  Relacionada con éstas, “Puerta para soñar" se diferencia en las pátinas empleadas, que multiplican las sensaciones pictóricas. Pero continúa proponiendo un acceso sugerente, que hace participar de forma activa a la imaginación, alcanzando espacios oníricos que sólo anidan en el inconsciente.

Las obras adquieren, en algunos casos, formas pertenecientes al pasado, a la memoria colectiva, cual restos arqueológicos. Su “Altar” lleva intrínseco, además, una evidente carga religiosa y antropológica. Una pieza de gran dificultad técnica, en la que Patinha recupera su línea más monumental. “Birra” alude de forma genérica al ser humano, a modo busto antiguo y anónimo, cuyo fin será perdurar como testimonio de su tiempo. En otras piezas de pared nos muestra creaciones más objetuales, no exentas de influencia minimalista. Una colección de extrañas piezas, de desarrollos curvilíneos y carácter maleable, en las que el metal está tratado con especial cuidado. Obras de singular belleza que alcanzan nuevos registros en la trayectoria de Patinha.

El algunas ocasiones, el resultado formal es el que sugiere los títulos, como, por ejemplo, en el caso de “Alcantarilla”. Pieza surgida del reciclaje de materiales, en la que utiliza un recurso expresivo habitual en su trayectoria: la confrontación entre exterior e interior. Una caja reluciente que oculta un oscuro e inquietante agujero, en donde la pintura negra cumple su función sensitiva. Igualmente, sus “Contenedores” se muestran como una serie de recipientes que evidencian rasgos de un repertorio muy particular, diferenciados entre sí en los detalles y, sobre todo, en los remates, conformando una extraña “familia” o grupo, cuyas reminiscencias más profundas están en la formación surrealista.

En definitiva, Manuel Patinha ha reunido para esta exposición un elenco significativo de esta etapa de madurez. En cada pieza reside parte de su bagaje vital y de su alma. La poesía y el arte se abrazan gracias a su magia creadora. Disfruten, como se merece, de todo ello.

Chechu Blanco
(Mayo de 2006)